El origen
No está claro el origen de la palabra carnaval; Quizás provenga etimológicamente de entregar nuestra “carne a Baal” (en mitología y demonología, es el primer rey del infierno) o una versión más formal correspondiente al latín: “carnem levare” (quitar la carne). Lo incuestionable es que la tradición tiene su origen en las antiguas saturnales, festejos en honor al dios Saturno que luego el cristianismo reconvierte como propios.
El espíritu de estas fechas consistía en una relajación de las normas sociales. Eran siete días en los que estaba permitido todo tipo de excesos, por lo que algunos romanos optaban por camuflarse bajo máscaras y otras ropas para preservar sus identidades y así entregarse a un ritual masivo donde el vino, el sexo y la violencia tenían un papel preponderante.
Si bien la fiesta fue mutando con el paso de los años, siempre mantenía la risa, el desenfado, la participación de todas las clases sociales, el juego, la crítica; lo genuinamente comunitario. Los gobiernos totalitarios y las dictaduras siempre intentaron prohibirlo (muchos lo hicieron); Sin embargo, nunca habían logrado corromper su esencia. El carnaval siempre y en cualquier lugar del mundo tuvo esa cosa “anárquica” de, aunque sea por un tiempo determinado, darle la espalda al Estado y dejar fluir la naturaleza del orden social espontáneo.
Los ingenieros del caos
A pesar de ser un carnavalero, pasión que me llevó no solo a salir muchos años y participar en distintos escenarios del país con mis espectáculos, sino también a ser invitado a visitar grandes cunas de la festividad como Montevideo y Cádiz, para estudiar y comprender aún más este fenómeno popular.
La curiosa relación entre el carnaval y la política la descubre hace unos pocos días cuando por fin me dediqué a leer “Los ingenieros del caos ” de Giuliano Da Empoli. Un análisis interesante, bastante sesgado, debe aclarar, sobre la proliferación repentina de populismos de derecha. El autor, si bien esto lo ve como una serie de argucias, manipulaciones y estratagemas llevadas a cabo por un grupo de conspiradores de la derecha para armar una compleja ingeniería del caos y dominar el mundo, al menos en la praxis del análisis acierta.
Para mi sorpresa, el libro abre justamente afirmando que de alguna manera estamos viviendo en una suerte de Saturnales o permanente estado de carnaval. Épocas de gran subversión de las jerarquías sociales y las instituciones, donde el pueblo se empodera y se burla de toda autoridad. Una reivindicación del caos, la insurgencia y una pulsión casi morbida a la destrucción del sistema.
La burla y el humor se convierten en herramientas para disolver el poder y criticar la autoridad, generando un ambiente de libertad y pertenencia colectiva ante la opresión del correctismo político, la doctrina de la cancelación y el discurso del odio.
Vivimos en una suerte de purga para una porción de la sociedad que venía tolerando el yugo dominante de una minoría también performática y carnavalesca que encontró en los disfraces, las intervenciones del espacio público y en una suerte de “alegría del caos” su herramienta fundamental de poder.
Carnaval + política = Populismo
La política también hace tiempo se ha convertido en un verdadero carnaval. Un festival donde los excesos de todo tipo y la transgresión de las leyes se han naturalizado. Un baile de enmascarados que esconden bajo un antifaz ideológico y demagogo la verdadera identidad de sus intereses personales. No hay espacio político que pueda escapar a la lógica de una comparsa o murga, en la que cada cual toca su instrumento como le da la gana.
El Carnaval, al igual que la política, se ha convertido en una fiesta lamentable, manejada por gente mayormente de la tercera edad que ha encontrado en la nobleza de esa institución un kiosquito. En el marco de la tan mentada batalla cultural, se apropiaron hábilmente de ciertos símbolos y rituales; uno de ellos, el Carnaval, por su carácter de “popular” y contestatario, para darle un uso político.
Concentraron esa expresión genuina y espontánea en grupos de micromilitancia, con gerentes del pobrismo a cargo, que a su vez accionaban (aún hoy) como comisarios artísticos, garantizando así el pensamiento único y una desobediencia domesticada y disciplinada al servicio del poder, subsidiofílica y dependiente del Estado.
La quema del rey
Hoy, como carnavalero antes que cualquier otra cosa, lo miro con la condescendiente simpatía, la pena y la vergüenza ajena de quien ve a un hombre mayor borracho o fuera de sus cabales. Y, desde lo político, al igual que Giuliano Da Empoli, es inevitable razonar que detrás de cualquiera de estas formas de degradación cultural, está siempre la sombra de los “ingenieros del caos”.
Hace dos mil años, el poder político observaba con desprecio al carnaval, como una manifestación primitiva, improductiva y degradante, fruto de las pulsiones más incivilizadas y las pasiones más mezquinas. Hoy es la plebe la que observa atónita, con el mismo asco e indiferencia al carnaval político.
Históricamente, el ritual del carnaval era precedido por el pregonero, un tipo gritón y carismático que anticipaba su llegada. Luego, al comenzar, el orden anterior se subvertía y todo pasaba a ser voluntad del pueblo, con los excesos que eso conllevaba.
Finalmente, se llevaba a cabo la quema del rey. Quien quiera entender, que entenderá.